Reseña: Una pena en observación, de C.S. Lewis
“Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde.” Cuando la resbaladiza muerte se cierne sobre los dos platillos de la balanza con que los humanos pretendemos comprenderlo todo y se escapa de los límites con que los humanos llegamos al entendimiento. Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde, quizás demasiado tarde, cuando las hipótesis, las causas cotidianas, los conceptos de justo e injusto, lo esperable y lo inesperado se deshacen, carentes de sentido, falacias protectoras que nos han abandonado, ante la muerte, ante el único argumento de la obra.
Esta parece ser la anagnórisis a que llega C.S. Lewis en su brutal observación de la pena. Un pena en observación es el camino lento y doloroso a través del que Lewis consigue aceptar la muerte de su esposa como algo que escapa al razonamiento, a la imploración y a la noción de justicia. Aceptarla, quizás, como algo inaceptable. Es un camino destructivo, en el que Lewis, a fuerza de observarse a sí mismo y sus reacciones ante la muerte, ante el recuerdo de la mujer amada y ante ese pícaro Dios, siempre de brazos cruzados, consigue ir destrozando dentro de sí todos los prejuicios y los límites que, afianzados en su interior como parte de una cultura o de una concepción vital, no le dejan acercarse a la muerte de una forma quizás más sosegada, más constructiva, más alentadora. Destruir para construir, podar para crecer, matar conceptos y prejuicios para poder vivir, son los argumentos de la obra de Lewis.
Una pena en observación es, pues, una reflexión sobre las reacciones ante la muerte, sobre cómo ésta nos estraga el rostro y los conceptos, sobre la imposibilidad de aceptarla echando mano de los consuelos y los parámetros con que la queremos juzgar o valorar cuando estamos vivos. Quizás “reflexión” no es la palabra adecuada para resumir el libro. La reflexión es, más bien, algo que sucede. C.S. Lewis aparece más bien como un perro cansado merodeando sin cesar en torno a un mismo hecho, intentando discernir el olor de la muerte del suyo propio.
El libro lo forman cuatro cuadernos en los que Lewis va descartando formas de enfrentarse a la muerte de su esposa, la poetisa Helen Graham. Lewis va verbalizando todo lo que le sucede y así, va reconociendo sus sentimientos. Al ponerles nombre a algunas sensaciones, por ejemplo, al reconocer que “la pena se vive como miedo”, experimenta, al menos, la tranquilidad de saber lo que le ocurre.
Lewis va pasando por todos los estados y es terriblemente sincero, describe las “lágrimas sensibleras”en que cae una y otra vez, pero también sabe que pasar por ese estado, reconocerlo y asumirlo son los únicos medios para superarlo. En el primer cuaderno, ya se da cuenta de que tiene dos motivos para la tristeza: la desgracia y la consideración de la desgracia:
”Gran parte de una desgracia cualquiera consiste, por así decirlo, en la sombra de la desgracia, en la reflexión sobre ella.”
Pero el libro no es un monólogo reflexivo y frío parecido a una aproximación intelectual hacia la muerte. Al contrario, es un monólogo brutal, en el que Lewis va dibujando y redibujando su cara estragada por la desgracia ante el espejo. A veces, es tanta la sinceridad, que quizás roza la impudicia. Pero remonta el vuelo enseguida, porque al fin y al cabo, no nos interesan los cabos rotos de la vida de Lewis, sino esa magnífica reflexión sentida o ese magnífico sentimiento reflexionado, que nos une irremediablemente a él.
La muerte no es una “cosa en sí”, no es un concepto, no se comprende, se aprende. La muerte no es una cordillera, ni siquiera una montaña, son las piedritas, las hebras, las motas, que en su aparición fragmentaria, acaban por darle un color distinto a la vida de Lewis. Si la muerte fuese un concepto que se vive como total, indistinto y estanco, sería una nube que se cierne sobre ciertos momentos de la vida, un malestar que va y viene, un recuerdo que se puede enterrar. Pero la muerte de H., para Lewis, es una montonera de sensaciones, de hilos que faltan, de detalles que ya no son los mismos y así es cómo se va emborronando la vida de Lewis, que ya nunca es la misma.
Lewis está ahora más solo que si nunca hubiera estado acompañado. Al faltarle los límites que supone limarse las aristas a diario con una persona al lado, Lewis tiene que conocerse otra vez, tiene que asumir que la muerte no es la separación total, sino un estado de no unión y no separación. El amor que evoca Lewis no es la unión perfecta de dos seres, el amor platónico que nos vuelve a nuestro estado primigenio de presunta felicidad. El amor de Lewis y H. era el amor que vive en la tensa línea que une separando, precisamente porque ella era “tan palmariamente ella y no yo”. Esa sensación cristalina de ser a base de verse en otro, es lo que le va faltando a Lewis. Por eso está más solo que nunca, porque ahora no sabe hasta dónde se extiende su propio ser. Ya no hay hitos, ya no hay límites, ya no hay aristas, la vida se sugiere como una nube continua, sin tiempo, “una vacía continuidad”.
Y sin embargo, Lewis sigue buceando en su propio sentimiento, intentando encontrarle un cauce, intentando volver a la vida a través de la muerte de H. Claro que se plantea si merece la pena vivir reconstruyendo los castillos asolados por esas fuerzas que no podemos controlar, si realmente merece la pena tener esperanza, si la esperanza conduce a algún lado, cuando, inesperadamente, la muerte la convierte en moneda sin valor. Claramente católico, ahora hasta Dios se le vuelve oscuro. Y sin embargo, sigue hurgando dentro, intentando diferenciar a Dios de su idea de Dios, trazando la distinción entre H. y el recuerdo de H., entre la pena de ayer y la de hoy. Y ese es el proceso brutal que va llenando las páginas de estos cuadernos, la necesidad de hacer algo más con la pena que “aguantarla”.
Son muchísimas las reflexiones que van sucediendo en el libro a base de ir tirando del hilo de los sentimientos enmarañados. El proceso de su tristeza ni siquiera es lineal, es un coro de gritos desmadejados, algunos de los cuales sí encuentran una melodía en que seguir siendo y otros, se quedan como notas descartadas, que no caben en esta pequeña sinfonía del dolor. Y sin embargo, en esta partitura de la inmensa tristeza, surge un Leitmotiv esperanzador, un deseo de integrar y transformar la pena, de no dejar a los muertos completamente muertos, enterrados y silentes, de acudir a ellos desde otra perspectiva, de sentirlos como algo más que vive en nosotros. “Cuanto menos la lloro, más cercana me parece sentirla”, dice Lewis. Y así, la sombra de H. se va transformando lentamente en algo que, quizás aún no es un rayo de sol, pero que, decididamente, quiere serlo.
domingo, 14 de febrero de 2010
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