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domingo, 6 de marzo de 2011

NO ME MUEVE, MI DIOS, PARA QUERERTE

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Han sido muchos los intentos de atribución de este soneto a uno u otro autor, por falta de argumentos probatorios suficientes.

El soneto, por su perfecta factura, figura como modélico en todas las antologías publicadas hasta hoy, desde que lo incluyó en la suya de las Cien Mejores Poesías de la lengua castellana Marcelino Menéndez Pelayo.

Nunca el amor a Cristo crucificado había alcanzado tal grado de pureza e intensidad en la sensibilidad de la expresión poética. En fechas en que la superficialidad cifraba en el temor al destino dudoso del hombre en el más allá, la moción de la piedad popular, este poeta acierta a olvidar premios y castigos para suscitar un amor que, por verdadero, no necesita de castigo, sino que nace limpio y hondo de la dolorosa contemplación del martirio con que Cristo rescata al hombre. Esa es la única razón eficaz que puede mover a apartarse de la ingratitud del ultraje a quien llega a amarte de manera tan extrema.

Concluido el desarrollo del tema en el espacio de los dos cuartetos, trazada la preceptiva línea de simetría armoniosa que distingue y define la bondad del soneto clásico, vuelven a retomar el desarrollo temático las dos estrofas restantes, mediante cambios sintácticos que encadenan sucesivas concesiones ponderativas, tendentes a reforzar de manera excluyente y convencida el propósito de amar a Cristo por encima de cualquiera otra consideración.

El estilo es directo, enérgico, casi penitencial por lo desnudo de figuras y recursos ornamentales. No es la belleza imaginativa del lenguaje lo que define a este soneto, sino la fuerza con que se renuncia a todo lo que no sea amar a quien, por amor, dejó destrozar el suyo.

Nos viene bien a todos ahora que está por comenzar la Cuaresma.